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El hombre inmortalizado

Para perfeccionar nuestra vida humana, lo que más necesitamos, con diferencia, es el deleite de nuestra alma. Cuando vivimos en el físico, las innumerables nubes del deseo son naturales, necesarias e inevitables. Cuando vivimos en el alma, las llamas siempre ascendentes de la aspiración son naturales, necesarias e inevitables.

Cuando vivimos en el alma, cultivamos espontáneamente a Dios. Su Paz, Su Dicha y Su Poder se vuelven nuestros, absolutamente nuestros. Crecemos en nuestra perfección espiritual. Esta perfección es al mismo tiempo nuestra herencia divina en un cuerpo humano y nuestro derecho innato sobrenatural en el suelo terrenal.

Lo humano en nosotros debe vivir bajo las alas protectoras del alma. Lo divino en nosotros debe volar y volar en el Más Allá con las alas desplegadas del alma. Lo humano en nosotros tarde o temprano necesita sin falta la transformación. Lo divino en nosotros tarde o temprano necesita sin falta la manifestación.

Lo esperamos todo de Dios. Esto es sumamente bueno y perfectamente razonable pues, ¿quién más puede colmarnos, tanto en el Cielo como en la tierra? Dios es nuestro rostro adentro; Dios es nuestra sonrisa afuera.

Dios lo determina todo en nosotros, a través de nosotros y para nosotros. Es totalmente incondicional e infinitamente abnegado. A Él servimos. Nuestro servicio dedicado Lo deja al descubierto.

El logro del hombre es un milagro supremamente inigualable.

El logro de Dios es el casamiento de Su Infinito con Su finito.

¡He aquí! Dios al descubierto, el hombre inmortalizado.

—Sri Chinmoy, Cantos del alma